"Nada le resulta familiar. Es como si hubiera venido al mundo por segunda vez. Pasan coches que nunca ha visto, en un número incalculable, como un fluido y ordenado ballet. En las aceras, los hombres y las mujeres andan muy deprisa, como si les fuera la vida en ello. Nadie lleva harapos. Nadie pide. Nadie mira a nadie. (...) Mirar todo eso le da vértigo. Recuerda su aldea como se recuerda algo que se ha soñado sin saber a ciencia cierta si era un sueño o una realidad desaparecida.
La aldea no tenía más que una calle. Sólo una, y de tierra batida. Cuando caía la lluvia, violenta y perpendicular, la calle se convertía en un impetuoso torrente en el que los niños correteaban desnudos. Cuando estaba seca, los cerdos dormían y se revolcaban en el polvo, y los perros se perseguían ladrando. En la aldea se conocía todo le mundo, y todo el mundo se saludaba. En total eran doce familias, y cada una se sabía la historia de las demás, los nombres de los primos, los abuelos, los antepasados, y estaba al corriente de los bienes que poseían unos y otros. El pueblo, en suma, era como una gran y única familia distribuida en casas erigidas sobre postes, entre los que gallinas y patos picoteaban el suelo y cacareaban. El anciano repara en que, cuando habla de la aldea consigo mismo, lo hace en pasado. Y siente una punzada en el corazón."
Philippe Claudel, La nieta del Sr. Linh, Letras de bolsillo, Madrid, 2010.